1. El rey mago que
no llegó: Una leyenda oriental cuenta que los Reyes Magos no fueron tres, sino
cuatro; y a los nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar habría que sumar el de
Artabán. ¿Y por qué casi nadie ha oído hablar de él? Pues porque nunca llegó al
Portal de Belén. Era tan torpe que, por el camino, dejó que lo embaucaran para
solucionar diversos pleitos. Los otros tres soberanos se cansaron de esperarlo
en el punto que habían acordado para reunirse, y decidieron continuar el camino
sin él, siguiendo el rastro de la Estrella de Belén. El pobre Artabán perdió
así su oportunidad de tomar “el tren” que lo habría hecho entrar en la
historia... o en la leyenda.
2. ¿Insensible o
distraído? Tal es el caso de George Atwood, un matemático que no sólo pasó a la historia por sus
investigaciones, sino por un desafortunado desatino. Se cuenta que estaba tan
absorto en un trabajo que, cuando vinieron a comunicarle que su esposa había
fallecido en un accidente respondió: “Está bien pero que espere a que termine
con esto”.
3. Un inglés
alabando a Hitler: Los políticos son los que más caen en estas vergüenzas, como
el primer ministro británico, Neville Chamberlain, quien dijo en 1938, tras
regresar de su viaje a Berlín para firmar el llamado Pacto de Munich: “Si
hubiera más hombres como Hitler, la paz estaría garantizada en Europa”. Y un
año después, los nazis invadieron Polonia.
4. ¿Defensores o
terroristas? Parecida sensación de ridículo debió sentir años después Sylvester
Stallone –y quizá el gobierno de Estados Unidos que apoyó la rebelión en la
vida real- tras los atentados del 9/11 en Nueva York. En 1988, el actor había
rodado Rambo III, sobre las aventuras del musculoso héroe luchando contra los
soviéticos en Afganistán. Y, hoy en día, nadie se acordaría de aquella mala
película si no fuera porque Stallone tuvo la desafortunada ocurrencia de
acabarla con una dedicatoria, una voz en off que decía: “A los talibanes,
heroicos luchadores por la libertad de su pueblo”.
5. Espía timado: No
hay nada como creerse muy listo para que las meteduras de pata resulten aún más
clamorosas. Un ejemplo es la llamada Operación Cicerón, considerada uno de los
episodios más ridículos de la historia del espionaje mundial, y en el que todos
los personajes involucrados parecieron esforzarse por demostrar que eran más
inútiles que el resto. El protagonista
de este vodevil de intriga fue Elyeza Bazna, un albanés que trabajaba como
ayudante de cámara de sir Hugh Knatchbull, embajador británico en Ankara,
Turquía, durante la Segunda Guerra Mundial. Ambicioso y con pocos escrúpulos,
trabajó como espía para la embajada alemana.
Usando el apodo de Cicerón, Bazna les vendía planos de
ingenios electrónicos que su jefe guardaba en su caja fuerte. Los alemanes le
pagaron muy bien por aquellos planos, pero su contenido les desconcertaba.
Lógico. El embajador británico era una especie de inventor chiflado que en su
tiempo libre diseñaba circuitos y disparatados modelos de electrodomésticos que
nunca funcionaban. Y lo que Bazna les estaba vendiendo a los nazis (sin
saberlo) eran justo aquellos planos (años después, Graham Greene se inspiró en
este personaje para escribir su novela Nuestro hombre en La Habana).
Como era de esperar, los nazis empezaron a desconfiar del
albanés. Y la consecuencia fue que, cuando el traidor les facilitó otros
documentos auténticos y muy valiosos –entre ellos, los informes sobre las
cumbres de los líderes aliados en Casablanca y Teherán–, los alemanes dudaron
de su autenticidad.
Finalmente, los británicos acabaron descubriendo los manejos
de Bazna y montaron un operativo para atraparlo. Pero la suerte sonrió una vez
más al espía, quien escapó a Brasil llevándose el dinero que le habían pagado
previamente los nazis.
En el país sudamericano, el albanés se dedicó a vivir como
un rey, pero la historia tampoco tuvo final feliz para él. Al cabo de un mes,
la policía se presentó en su domicilio con una orden de arresto por fraude. Y
es que, haciendo bueno el célebre dicho “Roma no paga traidores”, los alemanes
habían remunerado los servicios del espía con dinero falso.
6. Justicia
poética: Otro personaje que también se creía muy listo pero que, como Bazna,
acabó siendo víctima, fue John Coffee, un constructor irlandés al que, en 1873,
las autoridades contrataron para edificar una prisión en Dundalk. Coffee
finalizó las obras en el plazo acordado, pero al revisar las cuentas, los
funcionarios gubernamentales descubrieron que el empresario había falsificado
todas las partidas para cobrarles mucho más dinero. El truhán fue condenado por
estafa y, cosas de la vida, cumplió su condena en el mismo penal que él había
construido.
7. El café te mata:
Ni siquiera algunos reyes, portadores de la dignidad más majestuosa, se libran
de inscribir su nombre en los anales de la historia de la estupidez humana. Es
el caso de Gustavo III de Suecia, un monarca que detestaba el café hasta el
punto de creer que se trataba de una bebida letal y que su consumo prolongado
podía causar la muerte. Para
demostrarlo, se le ocurrió una idea absurda. Condenó a un reo de asesinato a
ser ejecutado lentamente, bebiendo 12 tazas de café diarias, mientras un grupo
de médicos iba comprobando su progresivo deterioro físico. Pero el soberano
nunca vio el desenlace del experimento, ya que murió casi 10 años después, en
1792, asesinado por un disidente que se llamaba Anckarstróm. Y en los años
sucesivos fueron muriendo uno a uno los médicos que el rey había
designado. De hecho, al final el único
que quedó vivo fue el reo, quien acabó siendo indultado y murió mucho tiempo
después, por causas perfectamente naturales. Aunque eso sí, nunca dejó de
tomarse sus tacitas diarias de café.
8. Rey sin trono:
Tampoco tiene desperdicio el caso de Menelik II, emperador de Abisinia. En
1887, un empleado de Thomas Alva Edison llamado Harold P. Brown inventó la
silla eléctrica, y en 1890 se ejecutó con ella al primer reo: William
Kleiner. La noticia dio la vuelta al
mundo, y al enterarse, el emperador abisinio hizo las gestiones para comprar
una de esas sillas que, creía, sería un símbolo de su gran poder. Pero Menelik
no tuvo en cuenta un detalle esencial. La silla letal sólo funcionaba con
electricidad, un adelanto que por aquel entonces todavía no había llegado al
país africano. Evidentemente, el rey no pudo achicharrar a ningún reo con
aquella silla, pero, tratando de buscarle alguna utilidad, no se le ocurrió
mejor idea que utilizarla como trono durante algún tiempo.
9. Cortos de vista:
La historia está repleta de habladores y profetas de pacotilla que, por su
ceguera, rechazaron adelantos e inventos que estaban llamados a cambiar el
mundo. Es el caso de Rutherford Richard Hayes, uno de los directivos de la
compañía de telégrafos Western Union, que en 1876, cuando Graham Bell quiso venderle la
patente de su nuevo invento, el teléfono, le respondió con una carta que decía: “Su invento parece
interesante, señor Bell, pero sinceramente no acabo de verle su posible
utilidad práctica”. Y los ejemplos de visionarios similares abundan en todos
los campos. El físico estadounidense Lee DeForest sentenció en 1957: “El hombre nunca pisará la Luna, al margen de los
posibles adelantos científicos”. Solamente 12 años después, Neil Armstrong se
paseaba en el satélite. Igualmente, el
padre del cine, Louis Lumiére, sentenció que su gran invento no pasaba de ser
una curiosidad científica y que no le veía “ninguna posibilidad de ser
explotado comercialmente”.
10. Científico prejuicioso: Peor fue lo de Theodor von
Bischoff, un fisiólogo alemán y experto en anatomía de la Universidad de
Heidelberg que, a finales del siglo XIX, estudió la diferencia entre los
cerebros del hombre y de la mujer. Terminadas sus investigaciones, llegó a la
conclusión de que el cerebro masculino pesaba una media de 1,350 g, mientras
que el femenino sólo llegaba a los 1,250 g. El investigador se basó en esa
diferencia de peso para afirmar la superioridad intelectual del varón sobre la
mujer. Conviene señalar que es cierto que los cerebros masculinos suelen pesar
más que los femeninos, aunque ese hecho no tiene ninguna relación con la
capacidad intelectual de las personas. Pero Von Bischoff no lo creía así, y
defendió su tesis machista hasta el final de su vida. La lástima es que, tras
su muerte, uno de sus discípulos pesó el cerebro del científico. ¿Y adivinas
cuál fue el resultado? 1,245 g. Menos mal que el pobre Von Bischoff ya no
estaba vivo para afrontar semejante ridículo.
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